Doy gracias a las puertas que se me cerraron, intentando
romperme las narices, sin conocer la historia de mi rostro y, por supuesto, el
de mi nombre Martín Mérida (no voy a desvelarme con lamentos ni reflexiones
sobre su gran fragilidad constitutiva. Fragilidad dejándose entrever en sus
dinteles oxidados) porque, gracias a
ellas, pude quitar el cerrojo de otras
bienaventuradas puertas que encontré en el camino. Puertas que bendigo (como en
mi ahora bendigo a ésta muy luminosa de abrirme sus hojas al alcázar).
Martín Mérida (venido de Chiapas para
residir en Guadalajara entre los de corazón muy lejos del carbón apagado que se
posicionó en la oquedad del pecho de
aquellos de caminar con medias tintas y
muecas que no llegan ni a los callos a
la bondad, cuando es auténtica).
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