Hace algunos años tomé
la decisión de convertirme en corredor no de bolsa sino de carreras y maratones
y, sobre esta experiencia, puedo desprender que es excepcional sentirme
acompañado al llegar a una meta deportiva, porque una meta de este género puede
también ser metáfora del esfuerzo que implica cualquier trayecto en el reino de
los fines. Debido a ello, a través de mis entrenamientos y de exponerme a
concursos deportivos he ido comprendiendo, de mejor manera, la gran carrera de
la humanidad, a través de milenios, para conquistar el horizonte de sentirse
protegida por derechos. Al respecto: ¡Por cuántos tramos de dolor hemos pasado
hasta obtener la posibilidad real de sentirnos con derechos individuales para
que, dueños de nuestros cuerpos, nos encontremos a salvo de hirientes
arbitrariedades!: ¿por cuántos?.. Porque cósmicos y, no obstante, frágiles y
vulnerables, como somos, descubrimos también en la universalidad del Derecho,
inmunidades contra el miedo para salir a la calle sin necesidad de cuidarnos de
quien, no obstante humano, olvidó las claves del respeto. En efecto, salimos a
la calle sin necesidad de cuidarnos, al menos en teoría. Al menos en teoría,
sí: ¡Es doloroso! Veamos, al respecto,
otras consideraciones que, amable lector (a) me son urgentes:
Siendo corredor he
deseado participar en algunas carreras internacionales y una de ellas, es la
ya centenaria carrera de Boston que en días recientes transcurrió, como sabemos,
inmersa en el sufrimiento de las víctimas del lunes 15 de abril, para ser preciso.
No estuve ahí, pero tanto por fuerza empática como por fundamentales razones, puedo aseverar: cuando
no se respeta la humanidad impresa en un sólo ser humano, se lacera la
humanidad de todos –queramos afrontarlo o no— para quienes de manera humana
deseamos habitar el planeta; por supuesto. Por lo tanto, no estuve ahí; no obstante estuve. Y hoy esa tragedia se me hace más presente porque, por
razones deportivas, traigo puesta una camiseta obtenida en una carrera de diez
kilómetros donde se puede leer con claridad: “¿A qué sabe llegar a la
meta?” Letrero que hoy, 30 de abril de
2013: “Día internacional del Niño”, me sabe a dolor. Así me experimento porque
una interrogante exige una respuesta y, en ella, encuentro de manera latente y
circunspecta la mirada del niño Martin Richard, quien murió asesinado después
del estallido del segundo artefacto criminal puesto cerca de la meta justo en
la calle Boyler en el centro de Boston. Y aunque la forma de experimentar la
muerte le pertenece a cada quien en su distintiva realidad, no es difícil imaginarme
a ese niño de ocho años esperar a su padre. Papá quien, sin duda,
también pensó en su hijo al decidir correr los 42.195 kilómetros con emoción desbordada, pues junto a él tenía el proyecto de celebrar una meta
más entre todos los sueños que, sin duda, se habían propuesto cumplir. Meta
obstruida por quienes desde sus pesadillas, cifradas en un relativismo
trastocado, no llegan a la noción de condición de dignidad y mucho menos al
fondo solidario en el horizonte de la justicia.
Como muchos niños
occidentales de ocho años (y niños de oriente con ojos para mirar a los
occidentales), es muy probable que
Martín Richard conociera, entre otros artículos de los Derechos de los Niños,
el que expresa: “Tengo derecho a la libertad.” Y, por supuesto, la tenía este
niño quien, libre, llevaba una sonrisa a flor de piel porque tan creativo y
espontáneo – a decir de quienes convivieron con él---, tenía una especial
hermandad no sólo con sus congéneres, dotados de razón, sino también con los
árboles llenos de inteligencia. Sin duda, en esta descripción no alcanzo a
decir todo lo real misterioso que particularizó a este muchacho que tenía
proyectos; por supuesto. Proyectos que el mundo, si se hiciera consciente y fuera
otro, tuvo que haber facilitado porque, para que este niño asesinado pudiera
esperar a su padre sintiéndose libre en la meta, debieron pasar milenios de
dolor en la historia de la humanidad; pues el horizonte de llegar a soluciones democratizadas no contaba
en los proyectos de los tiranos (fueran o no teócratas) ni de quienes pronto se
sintieron dueños de la corporalidad de los otros. ¡Oh!.: ¡Cuántos milenios de
historia pisotean hoy los asesinos reales o simbólicos y todos quienes truncan
sueños no sólo en Boston!
Quienes asesinan de
manera real o simbólica no pueden comprender la fuerza de razones protegiendo,
como posibilidad real, la autonomía de cada ser humano. Claro, viles como son,
jamás tendrán la sensibilidad para percibir el misterio impreso en las
singularidades (pues no todo se reduce a análisis kantiano). Por lo tanto:
cifrados en su magia de extra-tierra, danzan en nombre de la escasez de
argumentos. Se trata, entonces, de una madeja de estupidez para eliminar no
importa a quien se cruce en su camino. Estas existencias sólo se
permiten sufrir cuando su líder o chaman (con respeto a líderes o chamanes de
otro tipo) lo autorizan; pues no se pertenecen como individuos libres. Por
consecuencia, me atrevo a pensar: quien sólo hace lo que le dicta un Estado
político, su chamán, su secta o su líder religioso (olvidando que tiene un
cerebro): está vacío para mirar que la razón más poderosa es la Historia y no
su Dios particular o su frenético esoterismo. Sí: sólo existencias vividas, de
modo contrario a la razón, pudieron matar al niño de ocho años: Martin Richard.
