domingo, 9 de octubre de 2016

El TÉ QUE BEBÍ CON MI AMIGO EL MALÉ


Lo primero que recuerdo de lo que puedo recordar de mis primeros años en la tierra, es la montaña el Malé. Montaña tan alta cuya polifacética magnitud se podía ver desde el patio de la casa de mis padres; allá en Motozintla de Mendoza, Chiapas. El Malé era (y por fortuna conservo su amistad) el amigo que acostumbraba darme respuestas satisfactorias a mis preguntas más allá de la lógica. Y eran respuestas tipo caleidoscopio mandálico de dejarme satisfecho.

Un día, decidí beber con mi amigo Malé (yo desde el patio de mi casa y él desde algunos considerables kilómetros que para mi mirada infantil eran kilómetros de nada, pues yo lo sentía tan próximo a mí como lo está un verdadero amigo) un té de hojas de naranja, con miel y un poquito de leche. Claro, le serví té a mi amigo montaña en un vaso de barro gigante. Mientras bebíamos, las nubes se juntaron tanto que formaron, un poco arriba de la cabeza de mi amigo, dos manos tan juntas que sostenían un enorme pan de compartirnos. Así, mientras bebíamos el té, mi amigo y yo comíamos pan con sabor a misterio.

Prometo que desde entonces busco probar en el té aquella experiencia junto al Malé, mi amigo
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